Café - Café: la bebida del encuentro
Cuando nos alejamos del cara a cara, tomar un café con alguien se vuelve cita obligada.Ese encuentro puede darse en un programa de radio.
Café - Café: la bebida del encuentro entre personas
Cuando nos vamos alejando del cara a cara, tomar un café con alguien se vuelve una cita obligada. Y ese encuentro puede darse en un programa de radio
El café es la segunda bebida más consumida en el mundo, después del agua, con un promedio de 30.000 tazas de café por segundo.
Los argentinos bebemos alrededor de 207 tazas de café (1 kg aproximadamente) promedio, por persona, por año. Estamos lejísimos del país que más consume: Finlandia, con 14 kg de café per cápita/año y lejos también de nuestro vecino Chile, en donde el promedio es de 6kg por persona/año.
La mayor venta del producto en Argentina - 60% de la venta anual -, se concretan entre mayo y septiembre, meses en donde las temperaturas son más bajas que en el resto del año y generan un mayor deseo de consumir esta bebida que, en nuestro país, se toma principalmente caliente.
El consumo es mayor en zonas urbanas y tres de cada diez persona, toman café fuera de sus hogares. Por eso las cafeterías /bares, suelen convertirse en excelentes negocios a la hora de apostar a alguna actividad comercial.
“¿Tengo algo que contarte. Vamos a tomar un café?”. “Me peleé con mi pareja, necesito salir a tomar un café”. “Antes de ir a cenar, juntémonos a tomar un café y ahí decidimos dónde vamos”. “Hace mucho que no nos vemos…¿ vamos a tomar un café?”. “Te espero en el café de (imagínate alguno de los que frecuentás…)”. Y ahí, el corazón palpitó. Fuerte. Miraste el reloj y calculaste las horas que faltan para el encuentro deseado…
Tomar un café se convirtió prácticamente en un hecho inevitable para los encuentros, de todo tipo, a cualquier hora. Es el instante mismo del mirarnos cara a cara, conversar, compartir alegrías, ahogar las penas. Claro que hay muchos que también disfrutamos de “cafetear” solos. Antes leyendo el diario en papel - hoy buscando wi fi -, o un libro, o para escribir, estudiar, apreciando ese instante necesario de soledad. Pero de igual forma siempre es un encuentro. Con los otros, o con uno mismo.
Están quienes además, disfrutan del café tanto como de un buen vino, o de una copa de champagne, o de un chocolate, o de un plato gourmet. Prueban aquí y allá, elaboran sus propias recetas, le agregan especias, alcoholes, leche, cacao. Y van catando sabores, texturas y ese aroma penetrante que el café no pierde pese a haber sido arrancado de su planta madre, tiempo atrás. Es que su aroma anula los olores. Siempre digo que personalmente los olores me condicionan y los aromas me predisponen. Bueno, el aroma a café es una tentación constante aunque no lo beba en ese momento.
Café Café… vociferaban los cafeteros ambulantes hasta no hace mucho por las calles de las ciudades. Alguno que otro queda aún por allí, con su clientela histórica que lo elige no sabe bien si por el café o por tradición. Costumbres que van perdiendo espacio pero, por suerte, no desaparecen.
Existen muchas historias acerca del origen del café; por momento pareciera una competencia para ver quién se queda con ese descubrimiento que logró un éxito irrefutable y permanente, a través de los siglos. Una de esas historia, quizás la más difundida, cuenta que por el año de 1140 de nuestra era, cuando a Etiopía se la conocía como Abisinia (Africa), un pastor observó cómo sus cabras consumían un extraño fruto rojo y modificaban su comportamiento, volviéndose más activas. La curiosidad pudo más que el temor a probar algo desconocido. Y entonces probó!! Procesó los frutos y elaboró una bebida caliente que lo ayudó a protegerse del frío nocturno del desierto. Y así como el pastor, todos los pastores quisieron lo mismo. Y probaron. Y no lo abandonaron. Se desconoce el nombre que le otorgaron a la bebida, pero era café!!.
Otra leyenda, de gran aceptación también, relata que monjes capuchinos tomaron los frutos y las hojas de la misteriosa planta, prepararon con ellas una cocción y llamaron a esa bebida “kawa”. Pero era café…
Sin embargo en lo que la historia pareciera coincidir, es en los orígenes del “café a la turca” que le asigna sus comienzos en El Cairo y/o Estambul a principios del siglo XVI y más tarde en Medio Oriente, África del Norte, Países Balcánicos, Grecia, Turquía y Líbano. Por entonces conocida como “kahve”, recién habría llegado a cobrar popularidad en el silgo XVII.
Dicen que el café turco es de color negro intenso, que posee mucha textura, es de sabor amargo, perfumado y con mucho cuerpo. Y aunque es una tradición de origen turco, ha sido adoptada por muchos lugares del globo terráqueo.
Quizás, en este caso, la popularidad se haya incrementada también cuando comenzó a imponerse la lectura de la borra del café. Se dice que nuestra suerte está echada en el fondo, en esa borra oscura y espesa que queda en el fondo de la taza y en cuyos dibujos está escrito lo que nos depara el futuro. Los escépticos, los no tanto, los que buscan conocer idiosincrasias distintas, aquellos que realmente son creyentes y hasta quienes lo hacen por diversión, en el fondo, seguramente están convencidos que la borra de ese café, algún mensaje oculto tendrá.
Cita un viejo proverbio – la mejor versión que encontré - : “El café debe ser caliente como el infierno, negro como el diablo, puro como un ángel y dulce como el amor”. Pero también hay un dicho anónimo que reza: “Señor: dame café para cambiar las cosas que puedo cambiar, y vino para aceptar las cosas que no puedo cambiar”. Indudablemente con el paso del tiempo le hemos otorgado al café propiedades curativas para el alma…
Hoy, en Café a la Turca, algo de eso ocurrió… Y seguramente este programa era, para mí, necesario. Pero no lo hubiese podido hacer sola. Tuve el inmenso placer de compartirlo con Esteban Sotelo, de profesión Barista, quien nos ilustró con su riquísimo aporte sobre esta bebida que sigue teniendo como principal cualidad, reunirnos a conversar y nos agasajó con elaboración in situ – en el estudio de Radio con vos Patagonia, 89.5 (Bariloche) - con un auténtico Café a la turca que degustamos al aire!!
En el cierre, y re confirmando el placer que me produce hacer radio, una lectura que – opinión personalísima – se hace imprescindible en tiempos en los que los seres humanos estamos más pendientes del qué dirán, que de mirarnos hacia adentro: “El sombrero”, de Eduardo Pavlovsky (médico psiquiatra, escritor, actor y director teatral (1933 – 2015), cuento que dedico amorosamente a mi amiga Clementina Macaroff y que copio para quienes gusten leerlo.
"Cuando subí al taxi lo primero que me llamó la atención fue que el taxista llevaba sobre la cabeza un sombrero marrón claro con una faja roja y visiblemente ladeado sobre su cabeza. El hombre tendría entre 65 y 70 años, y silbaba muy alegremente. Pasé un rato observando su cabeza, había algo que me cautivaba, me seducía. El color, tal vez marrón muy clarito. La faja roja y el tono inclinado de su postura. Le quedaba muy bien y lo portaba con una elegancia singular. Diría yo que estaba orgulloso de su prenda.
–Lo felicito por su sombrero –le dije–. Le queda muy bien. Lo lleva muy bien.
–Eso es lo importante. No sólo ponérselo sino llevarlo con alegría. No sabe usted los sapos que me tuve que tragar con los pasajeros. Un señor sesentón me preguntó si yo tenía hijos. Le dije que dos. El agregó: “Y sus hijos no le dijeron que a su edad ese tipo de sombrero, encima ladeado, es un mamarracho, una falta de seriedad inconcebible”. “¡A mí me gusta mucho!”, le contesté. “Que le guste mucho no significa que no sea una actitud provocativa. Como si yo anduviera en calzoncillos en Cariló porque me gusta mucho. Además, ¡ese color no es para su edad!” Se bajó tremendamente ofuscado y haciendo gestos de desaprobación.
Una señora me preguntó de dónde había sacado ese sombrero. Le dije que se lo había visto puesto en una película francesa a Alain Delon y, cuando cumplí 60 años, me lo hice igualito y a medida. “¡De la mafia francesa tenía que salir! ¿Usted tiene familia?” “Enviudé a los 50 años y tengo dos hijos y un nieto.” “Hágalo por su nieto: cómprese una buena gorra y sáquese ese sombrero mafioso, hágalo por su nieto.”
La verdad es que yo no comprendía la relación que establecían entre mi familia y el sombrero. Pero parecía muy importante para ellos. La señora permaneció en silencio durante todo el viaje y al bajar me dijo: “Cómprese una buena gorra, no se olvide. Pero no de colores chirriantes, discreta”.
El colmo fue un señor que entró al coche y en la primera esquina me dijo que me detuviese y se bajó mientras gritaba: “¡Yo con putos no viajo!”.
Una adolescente me preguntó de dónde había sacado ese sombrero, que le dijera dónde lo podía comprar para usar en su disfraz en los próximos carnavales.
–Usted sabe una cosa, mister (me gustó lo de mister). Los domingos voy a comer un asado a lo de mi hermano que vive en una villa y nadie nunca me dijo nada allí y voy siempre con el sombrero puesto, y no me lo saco.
–Lo que pasa –le dije– es que aquí viaja la clase media, la del sentido común –le comenté–. Esos son los que tienen los prejuicios. El hombre común.
Pensé en esos momentos en una frase de Noé que dice que en Buenos Aires, donde a todo le tienen miedo, todo se resuelve con “colorcitos” y “tonitos”, y donde el concepto que regula es el de la “justa medida”.
–Yo lo estuve pensando mucho y llegué a una conclusión. La gente no aguanta que uno la pase bien. En general la gente no se anima a hacer las cosas que le gustan. Se sienten frustrados toda la vida. Mi sombrero es todo lo que ellos no se animaron a hacer por miedo, por temor a la crítica. Estoy seguro. Cuando ven un laburante con un sombrero original, sufren. No se lo bancan.
Yo quise a una sola mujer y cuando se murió ella tenía 45 años. Estuve 25 años enamorado de ella. Después, un gran vacío insoportable –algunas minitas–, pero nunca la pude olvidar. El amor que sentía por esa mujer fue y será irremplazable. Si le digo la verdad, yo me he sentido siempre muy feliz. Viví una vida digna. Siempre hice lo que quise. La muerte de mi mujer fue el golpe más fuerte que tuve en mi vida. Pero estoy seguro de que a ella le hubiera gustado mucho. En el fondo creo que me lo pongo para ella. A ella le gustaba mi coquetería. La enorgullecía.
Ahora aprendí a festejarme, ponerme el sombrero de Alain Delon me hace bien. Me lo merezco. Nunca tuve vergüenza. Mis hijos me dicen: “¿Hoy salís con el sombrero, viejo?”. Me quieren. Saben que estoy contento cuando me lo pongo. Que estoy orgulloso. “Vos estás más alegre desde que usás ese sombrero”, me dicen. La primera vez que fui a la villa a comer un asado y vieron que me llevaba el sombrero, mis hijos me acompañaron. Tenían miedo por las cargadas pesadas. Nadie nunca me dijo nada. En la villa no son prejuiciosos. Pero ahora, en mis 70 años, cometí un solo error...
–¿Cuál? –le pregunté.
–Me enamoré hace dos meses de una pendeja de 30. Hay un proverbio árabe que dice que el amor a esta edad se sufre mucho. Estoy como loco.
–Escúcheme, mi amigo –le dije–. El amor a su edad, lo que usted siente es lo importante. ¡Usted está vivo! ¡Más vivo que nunca! Lo importante es haberse animado a enamorarse, sentir todas las alegrías y los dolores del mundo. El amor es como su sombrero. Es el riesgo de vivir intensamente. Usted no se jubiló de la vida. Deje que el amor lo invada. Es una transfusión de vida.
Ahí el taxi paró en Astilleros y Sucre. El se dio vuelta y me dijo con los ojos llenos de lágrimas: “Gracias, hermano, sus palabras me hacen bien. Yo no estoy jubilado de la vida. Es cierto”. Me dio la mano y yo se la di también. Los dos estábamos llorando. Pero era un llanto lindo. Libre de prejuicios. No éramos hombres comunes.
Eduardo Pavlovsky
Te invito a escucharlo completo desde acá:
Roxana Arazi