PROGRAMAS CAFE A LA TURCA 25 de marzo de 2020 |
GRACIAS CORONAVIRUS... |
El “Café a la Turca” del 25 de marzo 2020 quedará como un programa distinto a todos los anteriores y a los posteriores. La pandemia nos obliga a tratar de comprender qué nos vino a decir este virus con corona. A reflexionar. A exigirnos, aunque nos cueste, un cambio profundo. En estas dos horas de radio intentamos pensarnos en este contexto y los protagonistas principales fueron vecinos y vecinas de Bariloche y de otras ciudades, quienes hablaron de sus soledades, necesidades y formas de sobrellevar la cuarentena y que dejaron también su impronta de solidaridad frente a situaciones aún más complicadas que las propias.
También encontrarán, a los pocos minutos de iniciado el programa, una cálida charla con la Dra. Martha Olivera (la “Negra” para sus amigxs), médica de larga trayectoria en Bariloche y zona de influencia, hoy ya jubilada, homenajeando sencilla pero sentidamente a Susana Yappert, periodista que marcó incuestionablemente la agenda de género en los medios de comunicación de la Patagonia, pero sobre todo una gran persona, quien falleció el pasado 20 de marzo en momentos en en los que ni siquiera se puede despedir a los seres queridos.
Para escuchar y detenerse en cada mensaje…
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Sentenciados a la pena de muerte (mi editorial en este programa) ¿Qué día es hoy?. ¿Cuántos días de cuarentena llevamos?. No logro ubicarme en tiempo y espacio. Pero eso es lo de menos. Creo que no importa porque sabemos que aún habrá muchos días más de encierro obligatorio y solidario. Principalmente solidario. Porque c/u es dueño de cuidar o no su vida, pero es criminal - aunque suene fuerte y algunos se sientan agredidos con este adjetivo - si exponen a los demás. No hablo de las excepciones, sino de quienes por ejemplo salen a tomar mate a la esquina, todos juntos, En estos días de introspección, y para muchos/as en absoluta soledad por diferentes razones, pienso insistentemente en qué hicimos para merecernos ésto. Sí, dije para merecerNos. ¿Respuestas?. De sobra. Todas dolorosas y cargadas de una sensación de irresponsabilidad mayúscula. Un virus, diminuto, invisible, imperceptible, decide un día golpear a cualquiera sin importar raza, religión, edad - aunque pareciera tener contemplación con los más pequeños, justamente a quienes solemos definir como el futuro, algo sobre lo que discuto a diario conmigo misma porque me suena a sacarnos más responsabilidades aún y depositar todo en ellos y porque además nos estamos encargando de arruinarles el presente - y nos pone en cuarentena. Algo a lo que la raza humana, que se siente superior a todas, no está acostumbrada, excepto en situaciones muy particulares que ninguno de nosotros, creo, quisiéramos atravesar. No sabemos cómo hacer, qué hacer con nuestro tiempo libre y que reclamamos siempre; no sabemos comunicarnos con el otro/a/e; no sabemos qué hacer con ese amor oprimido en el pecho que hasta ayer escatimábamos a la hora de demostrar y no tenemos idea de cómo hacer para acariciar nuestras almas y que estén calmas. Hace unos días atrás, escuché en AM 750 cuando contaban que un policía paró a una familia en la zona de Acoyte y Rivadavia (CABA): mamá, papá y 2 hijos, y que les ordenó regresar a su casa. La respuesta fue: “no tenemos casa, vivimos en la calle”. Ahí encontré la respuesta más precisa de por qué este virus nos vino a visitar sorpresivamente; sin previo aviso. Somos malos, somos gente que poco piensa en el prójimo. Fomentamos las individualidades, la ambición por la ambición misma. Escuché también al presidente de El Salvador, Nayib Bukele, dirigirse a algunos “empresarios preocupados porque van a perder un 10, 15 o 20 %“ y no le tembló la voz cuando les mostró su miseria humana expresándoles: “miren, créanme, Uds. tienen dinero para vivir 10 vidas, 20 vidas… pero no van a vivir lo suficiente para acabárselo”. Y entonces me pregunté ¿cuánta gente de escasa y nula solidaridad existe en el mundo?. ¿Cuántos son los que acumulan riquezas a lo largo de todas sus vidas, sin importarles si explotan a sus semejantes, o si matan para enriquecerse más, ni el daño que le provocan al medio ambiente esquilmando sus recursos?. ¿La respuesta?: suficiente como para dañarnos a todos. Lo estamos viviendo. Y muchos tendremos gran responsabilidad seguramente porque lo sabemos y somos igualmente consumidores compulsivos o al menos poco medidos. Y ésto excluye a quienes se ven obligados, a los sin voz, y los que están sometidos a los designios de esos pocos miserables. Lamentablemente - y quizás ya sea algo tarde para lamentarnos - todos pagamos las consecuencias. Incluido ese reducido grupo de “gente” que se cree poderosa, eternamente, frente a todo y que no toma real dimensión de lo que nos ocurre y que aún descree que, bajo tierra, somos todos iguales.. Tengo la sensación de estar sentenciados a la pena de muerte que es, ni más ni menos, la negación más extrema de los derechos humanos. Este diminuto, invisible, imperceptible virus nos sentenció a la pena capital, aunque con alguna pequeña posibilidad de indultarnos. Pero… ¿a cambio de qué?. Solo me aparece la opción de hacernos mejores humanos. La duda es si lo lograremos. Quienes nunca pensaron en el prójimo, ¿podrán cambiar?. Y de vuelta, siento que si este cambio no es colectivo, caemos todos en la misma bolsa. La verdad - me parece - es que si no logramos modificar el ADN de nuestra raza humana, quizás hoy no sea el coronavirus la pandemia que nos liquide a todos. Pero ¿quién nos asegura que no habrá otra peor?. El coronavirus sienta un precedente muy peligroso; somos vulnerables 100 % a un diminuto virus que se lleva a quien lo desafíe. Y aun así, algunos no lo entienden… ¿Cuándo viví una sensación similar?. Cuando era muy pequeña y pensaba en el año 2000 y llegaban todas esas predicciones que decían que ese año iban a chocar los planetas, que nos íbamos a morir todos. Y yo, muy pequeña, pensaba eso y me imaginaba exactamente ésto, la gente encerrada en sus casas, metidos debajo de las mesas, tratando de robarle un trozo de pan al de al lado. Pensaba, sí, que en el 2000 se iba a acabar el mundo. Todo asustaba. Pero en el 2000 no pasó nada de eso. Después tuvimos previos avisos, como algunas cuestiones ambientales que nos han sacudido en distintas partes del mundo y hoy llega este pequeñísimo e imperceptible virus… El lunes conversé con alguien a quien no puedo nombrar para no exponerlos - y hablo en plural porque no es una sola persona la involucrada -; hablé con una sola persona, pero representa a un equipo de gente que trabaja por y para los más vulnerables y fue quien me contó que en nuestros barrios de Bariloche en estos días hay muchas pero muchas familias enteras hacinadas en un 2x2. No es noticia para quienes solemos involucrarnos con esa otra realidad de la postal turística. Pero el relato, esta vez, fue mucho más cruel que lo que vemos/escuchamos/conocemos. “No solo se los obliga al confinamiento en un lugar donde no hay posibilidad ni siquiera de moverse, sino que se los confina a tener las panzas vacías y sus almitas desprotegidas. Los confinan a no tener comida ni abrazos” me sopapeó sin vueltas. “Algunas criaturas, muy pequeñitas, te cuento Roxana - me dijo - se escapan de sus casas cuando los adultos duermen, en búsqueda de un trozo de pan; pero también en búsqueda de una mirada, de una caricia, en búsqueda de alguien que les diga que va a estar todo bien”. Los más pequeños necesitan que les digamos eso… “Llegaron al lugar llenos de soledad y de hambre de pan”, sentenció. Y entonces ahí la sentencia de pena de muerte, para mí, cobró más relevancia… “Saben que es mentira, que nadie puede garantizarles que saldremos airosos de ésta, pero al menos se van con algo rico para compartir en sus casas, impregnados de una mirada de amor y de atención” me dijo mientras me comentaba que lavaba 4 veces por día los vidrios de su casa para poder observarlos detenidamente y estar atenta a si regresaban ellos u otros pequeños… “Cuando comenzó todo esto - continuó - pensé que era un virus que, al menos en esta ocasión, no atacaba primero ni a los pobres ni a los niños. Pero luego supe también que ni los niños ni los pobres estamos a salvo”. Y entonces fue contundente con su pedido: “no denunciemos a un pibe si lo vemos en la calle; necesitan estar unos minutos fuera de esas casas hacinadas, no solo para distraerse de esa condición de precariedad extrema a la que los obligamos como sociedad, sino para poder ser vistos, por alguien…por un par de ojos que los contengan…para que alguien les regale la sonrisa que no saben bien cuándo volverán a tener… alguien que les de un trozo de pan para calmar el ruido y el dolor que produce tener las pancitas vacías. Pero que los mire…” Esta persona, que sabe de lo que habla y más sabe de estas realidades, es alguien a quien personalmente admiro y respeto profundamente. Sentí que buscaba confiar en alguien que pudiera contarlo sin exponerlos. Y se hace necesario. Porque mientras todo esto ocurre, hay muchos que aún prefieren no ver más que su propio ombligo. Llegan videos de muchos lugares del mundo y del país y hasta de nuestra ciudad en donde algunos siguen haciendo su vida como si estuvieran inmunizados al virus. Ceo que están inmunizados, sí, pero contra la empatía y la responsabilidad. Posiblemente salgan airosos de ésta, pero los demás, los que si somos empáticos y nos sabemos mortales, tenemos una responsabilidad mayor: denunciar a esos imbéciles y proteger a los que no tienen un trozo de pan para pasar ésta, la primera pandemia que vivimos y que puede no ser la última. El Coronavirus nos desnudó de cuerpo, en algunos casos, y de alma. No hay prenda que alcance para taparnos. Y en esta oportunidad no nos queda más que tomar en serio esta guerra contra el bichito imperceptible, porque nos aisló socialmente pero nos acercó a nosotros mismos y a los nuestros, aunque sea a través de una pantalla, de un chat, de un escrito o de una radio. Roxana Arazi 23/03/2020
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